La memoria de Augusto vista por un nostálgico de la República
Tácito, Anales I, 9 ss. (trad. J. L. Moralejo)
[...] Entre la gente sensata su vida era objeto de juicios contrapuestos, que ya la enaltecían, ya la censuraban. Decían los unos que la piedad para con su padre y la crisis de la república, en la que no había entonces lugar para las leyes, eran las que lo habían arrastrado a la guerra civil, la cual no puede preverse ni realizarse con arreglo a la moral. Muchas concesiones había hecho a Antonio con tal de castigar a los que habían matado a su padre [adoptivo, César], y muchas también a Lépido. Después de que éste se hubiera hundido por su falta de energía y aquél acabara perdido por sus excesos, no quedaba para la patria en discordia otro remedio que el gobierno de un solo hombre. Sin embargo, no había consolidado el estado con una monarquía ni con una dictadura, sino con el simple título de príncipe; su imperio estaba resguardado por el mar Océano o por remotos ríos; las legiones, las provincias, las flotas, todo estaba estrechamente unido; el derecho reinaba entre los ciudadanos, la sumisión entre los aliados; la propia Ciudad había sido magníficamente embellecida; en bien pocos casos se había empleado la fuerza, y ello por garantizar a los demás la paz.
Se decía en contra que la piedad para con su padre y las circunstancias por que pasaba la república las había tomado como pretexto; que, por lo demás, era la ambición de dominar lo que le había llevado a ganarse con dádivas a los veteranos; siendo un muchacho y un simple particular se había organizado un ejército, había corrompido a las legiones de un cónsul, había simulado adhesión al partido de Pompeyo. Que más tarde, tras haber usurpado por un decreto de los senadores los haces [fasces] y las jurisdicción del pretor, una vez muertos Hircio y Pansa -ya los hubieran eliminado los enemigos, ya a Pansa un veneno vertido en su herida y a Hircio sus propios soldados y César como maquinador del dolo-, se había apoderado de las tropas de ambos; que el consulado se lo había arrancado por la fuerza al senado, y que las armas que había tomado contra Antonio las había vuelto contra la república; las proscripciones de ciudadanos y los repartos de tierras no habían sido aprobados ni por quienes las habían llevado a término.
Cierto que el final de Casio y de los Bruto había sido un tributo a las enemistades paternas, aunque sea lícito subordinar los odios privados a los intereses públicos, pero a Pompeyo lo había engañado con una apariencia de paz, a Lépido con una amistad simulada; más tarde Antonio, ganado por los pactos de Tarento y de Brindis [Bríndisi] y por el matrimonio con su hermana, había pagado con la muerte las consecuencias de una alianza desleal. No había duda de que tras todo esto había llegado la paz, pero una paz sangrienta: los desastres de Lolio y Varo, los asesinatos en Roma de los Varrones, los Egnacios, los Julos. No se mostraban más moderados al hablar de su vida privada: le había quitado la esposa a Nerón, y en un verdadero escarnio había consultado a los pontífices si podía casarse según los ritos aquella mujer que había concebido y estaba a la espera de dar a luz; los excesos de [laguna] y de Vedio Polión; por último, Livia, dura madre para la república, dura madrastra para la casa de los Césares. No había dejado honores para los dioses, pues se hacía venerar en templos y en imágenes divinas por flámenes y sacerdotes. Ni siquiera a Tiberio lo había adoptado como sucesor por afecto o por cuidado de la república; antes bien, dado que había calado en su arrogancia y crueldad, se había buscado la gloria con la peor de las comparaciones.
La verdad es que unos años antes Augusto, cuando solicitaba de los senadores la potestad tribunicia para Tiberio por segunda vez, aunque envueltos en términos laudatorios, le había lanzado algunos reproches en torno a su carácter, maneras y costumbres, aparentando excusarlo.
Selección de textos sobre Augusto