Pero el cristianismo originario, mayoritariamente, esperaba una inminente segunda llegada del Mesías, la "parusía", que lo hacía desapegarse de valores y bienes que la mayoría de las gentes consideraban imprescindibles, incluidos, por ejemplo, la belleza y el bienestar. Así, resultaban extravagantes la alta valoración moral del celibato y el consecuente desprecio por el matrimonio o la futilidad "mundana" de la sabiduría humana, que ya había hecho impopulares a ciertos filósofos cínicos.
Los apologetas cristianos del siglo II sentían aversión por la religión clásica, pero no por la filosofía griega, con las excepciones que se supondrán. El platonismo de ese tiempo identificaba la mente (nous) o la razón (logos) como una especie de poder divino inmanente y presente en el mundo. Filón de Alejandría había presentado al logos como una mediación entre el poder creador y el mundo creado y el desarrollo de la teología del Logos hecho por Justino partía de nociones griegas que hacían inteligibles a los filósofos algunos aspectos del pensamiento cristiano y, especialmente, el de la Encarnación de un Dios. Pero el pensamiento cristiano común pudo percibir en el Logos una especie de segundo Dios, posterior al Padre, peligroso matiz antimonoteísta y cercano al dualismo gnóstico. La reacción monoteísta de los monarquianos aseguraba que Padre, Hijo y Espíritu eran sólo epítetos de Dios y no aspectos sustanciales suyos. Y en el s. III, Sabelio de Roma fue excomulgado por mantener tal actitud.
Salvo la judía (insignissima religio), las religiones clásicas eran repudiadas por el pensamiento cristiano, incluidas las de tipo salvífico, como los cultos a Isis, Adonis, Atis o Mitra, identificados con demonios, aunque prometían el renacimiento a sus fieles y que, en algunos casos, existían cercanías rituales (ingestión de pan y agua, por ejemplo; o bautismos, o celebraciones de muerte y resurrección divinas, como en el caso de Atis, semejantes a las de Semana Santa y Resurrección desarrolladas en el siglo IV por los cristianos). Una diferencia esencial era el carácter sincrético de los otros cultos: un iniciado mitraico o isíaco no tenía por qué renunciar a su fe en otras divinidades, entendidas como complementarias o como aspectos diferenciados de lo divino, mientras que el bautismo cristiano, como la fe judía, eran totalmente excluyentes. Y, además, el cristianismo era proselitista, a diferencia del judaísmo.
Muchos cristianos participaban de cierto espíritu sincrético y seguían apegados a prácticas no cristianas, "supersticiosas". El cristianismo intentó asimilar no el fondo, sino la forma de otras creencias, para incorporar a su rito elementos que quedaban, así, desprovistos de peligro doctrinal. Muchas fiestas cristianas se superpusieron en fecha y forma a las clásicas preexistentes: la fiesta del extendido culto al Sol, con tendencias monoteístas, centradas en el solsticio de invierno, se concretaron en las de la Navidad (25 de diciembre en Occidente, 6 de enero en Oriente, que aún mantiene el cristianismo "ortodoxo") y el día central del verano fue adjudicado a san Juan Bautista. También es de origen netamente clásico la fiesta litúrgica del 1 de enero. Del calendario cristiano antiguo, sólo parecen ser festividades netamente propias las de Resurrección y Pentecostés, aunque deriven de celebraciones judías.
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